Puedo escribir ese garabato en un papel, puedo pronunciarlo
sin equivocarme, puedo gritarlo en mitad de una tormenta, puedo dibujarlo en la
orilla de una playa mientras escribo una parte de mí misma en un papel, meterlo
en una botella y arrojarlo al mar; puedo mantenerlo varias horas en mi
consciencia, puedo ver el pasado y el presente de ese nombre, puedo saber cosas
de ella sin tener que persuadirla demasiado, puedo derramar lágrimas al
escucharlo ya que es lo que más odio. Puedo sentarme tranquilamente en un sitio
y escribirlo con la punta de una tiza hasta cansarme de hacerlo, puedo sentir
curiosidad al no sentir nada por ella, puedo saborear el dulce y atractivo
placer de saber todo o nada de ella. Puedo saber todo eso porque, ese nombre,
es el mío.
He llegado a pensar más de una vez que no necesito un
nombre. He llegado a pensar en meterlo en una botella y que se lo lleve el mar.
He pensado en tacharlo de mi cabeza pero, me es imposible. He pensado en
escribírmelo en el brazo y tacharlo a cuchilladas. He pensado en escribirlo en
mis dedos y ensuciarlos con mis arcadas. He pensado en clavármelo los ojos
para llorarlo…
Un día, sin motivo, llegué a la conclusión de que no necesitaba
un nombre para saber la persona que soy y ahora lo sé. Abandoné para siempre mi
nombre para convertirme en: “Locura”. Una locura que no necesita un nombre para
saber quién es, una locura que va corriendo en busca de la libertad, una locura
a la que no le importa ir despacio de vez en cuando, una locura distinta; como
nunca la hubo. Una locura que por mucho que se odie, se asquee, no va a
renunciar a ser lo que es.
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