El sabor dulce de sus labios hacía relamerse los labios una
y otra vez. Su pequeña manita sonrosada agarraba, fuertemente, a su gran oso de
peluche. Su vestidito verde daba color a aquél sitio tan siniestro. Sus pies,
metidos en zapatitos marrones, daban saltitos por el lugar. Su largo pelo
castaño con toques dorados se movía al compás del movimiento de su cuerpo al
saltar. Tarareaba una cancioncilla que se acababa de inventar. Cerraba los ojos
imaginándose con una flauta entre las manos haciéndola sonar. Imaginaba que
cada nota, adornada con un bigotito muy poblado o con un vestidito de señora
aristócrata, salía de su cabeza y las recogía, una a una, adornando el sitio.
Pasó por varios pasillos de aquella lúgubre casa. Ninguna habitación le llamaba
la atención pero, al llegar al tercer piso, visualizó una puerta plateada. Se
paró en frente de ella. La miró asustada. Abrazaba aún más fuerte a su osito.
De pronto, una música vino hacia su mente, acompañadas de palabras que, a sus
oídos, eran música celestial para ella. “Hazte una conmigo”, le repetía, una y
otra vez, la música. Entonces, la pequeña se armó de valor y abrió la puerta.
Un grito. Otro. Y miles de gritos más. Había cientos de esqueletos pegados a
cientos de instrumentos. Sintió una fascinación enorme de contemplar aquella
escena. Entró sin miedo. Los esqueletos empezaron a moverse. Uno con el
esqueleto muy ancho se acercó a la niña, le besó la mano y la llevó por aquella
sala. La pequeña disfrutaba al coger cada instrumento que el señor le ponía
sobre sus pequeñas manos. Y, por fin, el momento que estaba esperando: su amada
flauta… Posó sus delicadas manos sobre la plateada figura mientras que sus ojos
se llenaban de lágrimas. Entonces, sopló un poco mientras que movía sus
pequeños dedos haciendo sonar al instrumento. Jamás se había sentido tan feliz.
Cada nota era un sentimiento nuevo pero que siempre conducía al mismo sentimiento:
la felicidad. La sala se llenó de violonchelos, violines, pianos y demás
instrumentos, que tocaban la misma melodía que la pequeña. Terminó con un “Do”
y con la flauta y el rostro lleno de lágrimas. El esqueleto que le había
enseñado toda la sala, la llevó hacia un gran piano que habitaba en el centro.
La pequeña miró fascinada el piano y a su músico, el cual era el único que no
se había levantado desde hacía muchos años. La niña cogió las partituras, que
estaban repartidas por el suelo, y, al observar el nombre del autor, chilló.
Zarandeó, una y otra vez, al esqueleto que dormitaba encima del piano. Se echó
a llorar. Todo dejó de moverse. Los esqueletos cayeron al suelo. La música
había terminado. La niña, sin poder aguantar más la angustia que la hacía
chillar, salió corriendo de la habitación. Bajó las escaleras. Y, corriendo,
llegó a la cocina donde, rápidamente, abrió un cajón. Sacó de él un cuchillo y,
como si estuviera poseída, empezó a rajarse la piel. Un corte profundo hizo
brotar una gran cantidad de sangre de su muñeca izquierda. En los últimos
momentos de su corta vida sólo podía escuchar el Réquiem que tanto le gustaba.
Al final, la pequeña murió abrazando a su peluche, a la flauta y a la partitura
de Réquiem que él había escrito. Morir… Entre notas musicales… Suena bien, ¿no?
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